“Ese chico que murió el fin de semana estaba investigando lo del banco, ¿cierto?” preguntó la directora de un medio de comunicación en mitad de la sala de redacción. “Sí”, respondió alguien. Miró a su editor general y le dijo: “no continuemos con eso”. Han pasado muchos años, no recuerdo con exactitud el diálogo, pero eso fue lo que se dijo en la sede de ese medio un lunes en el cual la ciudad se despertaba atónita por el asesinato de un periodista, en un hecho que ahora podía ser catalogado como crimen de odio. El suceso pasó a ser tratado por las páginas de judiciales o crónica roja y, poco a poco, se fue apagando. A todos les pareció muy extraño que ella hiciera esa pregunta, que conectara inconsciente, inocente o indirectamente la muerte de un periodista con la investigación que estaba realizando justo antes de ser asesinado. Y más que pidiera, delante todos, que esta se archivara. El miedo y la duda fueron inevitables y lo único que trajeron como resultado fue el silencio.

No hay periodista que conozca que no tenga una enorme colección de historias de montajes, ocultamientos, censuras y autocensuras. Por ejemplo, ninguno habló abiertamente de las imágenes y fotos posadas durante la Guerra del Cenepa. Todos eran “corresponsales de guerra”, en ese entonces. Quienes aún eran estudiantes, lo comentaron, como una suerte de desahogo, a varios profesores. Entonces, bastó que uno de ellos pidiera, como trabajo de fin de curso, entrevistas y crónicas a reporteros gráficos sobre su experiencia en la frontera para que se destapara la verdad: que nunca estuvieron en zona caliente y que las imágenes fueron publicadas sin un pie de foto que explicara a las audiencias que eran pura pose. La heroicidad de las Fuerzas Armadas estaba en juego. Ahora, el hecho es más conocido, aunque no se recurre a él ni siquiera para analizar críticamente el oficio.

Ese ha sido uno de los grandes errores del periodismo: el espíritu de cuerpo, la dificultad para la autocrítica. En su momento, no fueron pocos los que saludaron efusivamente el surgimiento de Fundamedios: que los defendería de los abusos del poder (político no laboral), que les permitiría programas de educación continua, que era una enorme propuesta, fueron algunas de las afirmaciones que circularon por entonces. Hoy, Fundamedios cumple un rol parcial y defiende más a la prensa comercial que aquella que la critica. No son pocos los periodistas que cuestionan su accionar y reclaman una posición más objetiva. ¿Por qué no se pudo ver a tiempo? ¿Por qué no se revisaron su ideario, sus propuestas o su organización? Tampoco hubo reflexión ni en la academia ni en los medios cuando, el desaparecido premio Símbolos de Libertad se declaró desierto varias veces en varias categorías, o cuando comenzó a premiar, un año tras otro, a las mismas personas. No hubo un esfuerzo por entender lo que faltaba en el oficio, en la escuela o en la estructura mediática.

En el ecosistema periodístico prácticamente todo el mundo se conoce. Algunos desde las aulas. Todos saben quién es quién: su expediente académico, si terminó la carrera, si escribió su tesis, sus fuentes y maneras de conseguirlas, su agudeza intelectual, sus lecturas o la ausencia de ellas, sus dificultades profesionales, su postura política, si de día cubre noticias y de tarde hace las relaciones públicas de alguna empresa o político, incluso se conocen las historias personales. Todos saben a quienes los conquistan con regalos, con banquetes o invitaciones a fiestas (las de las embajadas del primer mundo son -prácticamente- un reconocimiento a su “categoría”), o con generosas celebraciones de Navidad en donde no se escatiman ni los presentes ni los halagos, que se retribuyen de inmediato con coberturas. No en vano hay medios que tienen prohibido que sus reporteros reciban obsequios. Todos saben quién tiene vocación para el figureteo, necesidad de reconocimiento o entrega profesional. Todos saben quién trabaja e investiga, y quién copia el boletín de prensa (nada que complazca más a un relacionador público). Hay que recordar la protesta generalizada que el periodismo hizo en la Asamblea Constituyente de Montecristi, cuando la Dirección de Comunicación decidió no generar boletines de prensa, y pedirles que cubran las sesiones y hagan su oficio: escuchar, leer, analizar, preguntar, sistematizar, escribir… Los detractores no faltaron. Por la misma época, la asesoría de comunicación de la Presidencia, en cambio, se ponía a hacer casi, casi, ayudas memorias personalizadas a quienes cubrían esa fuente. Los aduladores hicieron fila.

Los periodistas no desconocen que viven de la pauta, directa o indirectamente. Si no se investigan los daños ecológicos de esa gran planta avícola o de la industria productora de aceite de palma es porque pagan su sueldo vía publicidad. Y callan. Algunos esperan a que algún día alguien se atreva a hablar porque investigar no es posible. Otros presentan los publirreportajes como si fueran información objetiva. Es todo tan descarado que si cualquier ciudadano quiere pautar en un medio, le dicen que incluye entrevistas con sus periodistas: dependiendo el paquete que elija, se le asignan las posibilidades. Sobra decir que mientras más pague, más oportunidad de llegar a los programas de mayor rating tiene. Y, sí, ellos son los que hablan de objetividad y ética. Los periodistas saben cuál es la posición política del medio en el que trabajan, saben quién es intocable. Los más comprometidos se dan modos para colar temas, posturas, críticas, para romper -aunque sea un poco- la mordaza que les imponen. Eso es notorio y notable.

Ese clima de coqueteo al poder político se ha convertido ahora no solo en evidente entrega sino que está plagado de cinismo. Podría destacarse que al hacer manifiesta su postura política, permiten al público contrarrestar con una fuente informativa de visión contraria y, así, sacar conclusiones. Pero no, han llevado lo más elemental a un plano siniestro: falsean la verdad, construyen mentiras, crean escándalos, engañan con titulares mentirosos, aceptan información de fuentes acusadas de espionaje. Las disculpas, aclaraciones, el derecho a la réplica, les dan lo mismo. Son una copia penosa de los peores periodistas de crónica roja y espectáculos.

Ya no se trata solo del sensacionalismo, que preocupaba al mundo académico en su momento, el deterioro del periodismo nos ha llevado a un punto de no retorno, donde la credibilidad se diluye cada día y afecta a los que actúan con principios y a los que carecen de ellos, por igual. Urge fortalecer el trabajo sobre la ética, la creación de contenidos y el manejo adecuado de teorías para analizar discursos, pero también el trabajo con los públicos: con su experticia para descubrir noticias falsas, su capacidad para dudar y preguntarse, y para involucrarse en la acción política que es donde se decide todo. Ese es el reto.

Por Editor