Septiembre 2019. “No sé qué haría sin mi Rosita. Se fue de vacaciones y la casa se derrumba sin ella. Mis hijos no paran de preguntarme cuándo regresa. La extrañan. La quieren tanto.”

Octubre 2019. En medio del paro nacional. “¿Saben si hay cómo llegar desde Calderón hasta Tumbaco? Mi empleada (la Rosita) hace cuatro días que no viene. Me dice que no hay buses, pero yo veo llegar a todas las empleadas de la urbanización. Ya no sé qué creer.” Respuestas: “El que quiere trabajar, llega. Mi empleada viene a Puembo desde Machachi. Se abusan cuando una es buena gente. Podrías despedirla por abandono del puesto de trabajo o descontarle de las vacaciones.” Quienes dan esas respuestas son las mismas personas que, en su momento, suelen afirmar que sus Rositas son como parte de la familia. Disfrazan las relaciones laborales como personales, sin reparar en la enorme desigualdad que se cuela en ellas. Y en la falsedad que encierra la afirmación.

En medio de la cuarentena, la relación con las Rositas -nuevamente- ha sido materia narrativa. Están ellas que -angustiadas por un hogar en el que trabajan pero no es el suyo- piden que nos les paguen el sueldo, que no quieren que su empleadora salga a la calle y -a causa de ello (o sea, por su culpa)- se enfermen. Pululan, entonces, los comentarios que alaban la nobleza de la Rosita y recuerdan las muchas veces que ellas -en tiempos duros para sus patronos- se han quedado por casa y comida, por gratitud, por lo bien que han sido tratadas. Ese es el retrato del buenismo colonial y contemporáneo (de la clase media y sus conexas), sin beneficio de inventario.

La empleadora no es igual en materia de condiciones de vida a una empleada doméstica. Y eso marca una diferencia enorme, que no puede dejar de observarse. No queremos mirar con detenimiento la desigualdad en las relaciones laborales domésticas, de la misma manera en la que negamos los micromachismos. Son estructuras tan arraigadas que se hace imposible dudar de su veracidad. Estamos rodeados de Cleos y Sofías, las protagonistas de Roma, la película de Alfonso Cuarón, que viven bajo el mismo techo, con historias tan iguales como diferentes. Ambas deben, por ejemplo, afrontar la pérdida y el abandono de la pareja. Y hasta ahí las similitudes. Cleo, la empleada de la casa, además, lleva en silencio el dolor por la muerte de un hijo no deseado, mientras trabaja y entrega cariño a los niños que cría. Ella debe mantenerse en pie en lo práctico y en lo emocional. Sofía puede derrumbarse (incluso encargar los hijos) porque ahí está Cleo para mantener el orden de la casa y los canales de afecto de la familia. Pero el movimiento contrario no se produce. ¿Quién cuida de Cleo? A ella se le paga un salario y se le permite –a lo mucho- ver la tele (de lejos y siempre dispuesta a atender – de inmediato- cualquier demanda).

Las empleadas del hogar se ocupan no solo de las tareas domésticas sino también de sostener la estructura emocional de la familia. Muchas de ellas han sido las figuras de apego, la imagen maternal de cuidado y complicidad de los niños de los hogares en los que han trabajado, o el paño de lágrimas de las señoras. Ellas atesoran los dramas familiares, los secretos, las vergüenzas, las miserias, lo que nadie debe saber. Es fácil, por eso, decirles que son “como de la familia” porque actúan en el reino de lo privado. La suya es una relación laboral que está atravesada de muchas subjetividades (fácilmente llamadas afectos), pero se trata de conveniencia: atienden los asuntos domésticos, siempre menoscabados, realizan las tareas que nadie quiere hacer, y soportan un peso emocional que no les corresponde (es común oír: “Rosita, llévese a este niño que no sé qué quiere”). Y, luego, deben repetir la jornada en sus propias casas, porque muchas son cabezas de familia, crían solas, y se dejan en último lugar en materia de cuidado y estima. Acá, en la región más desigual del mundo (no, no es África) nos estamos quejando de que durante la cuarentena nos la pasamos limpiando y lavando platos, cuando en otras latitudes ocuparse de esas actividades es moneda corriente (de las mujeres, principalmente, claro). Pagar por esos servicios es mucho más caro de lo que imaginamos. No en vano, muchas familias ecuatorianas ofrecen trabajo como empleadas en el primer mundo, a cambio de un salario muchísimo menor y violando las leyes de los países en los que van a residir. Las Rositas con las que quieren viajar deben tener visa, saber conducir y bases de un segundo idioma. Es difícil prescindir de la ayuda doméstica al estilo latinoamericano.

En el trabajo -sin duda- se pueden establecer relaciones de compañerismo y solidaridad. Para los asuntos más personales, para velar por la integridad de los empleados, existen los departamentos de recursos humanos. Hay jefes que se preocupan por saber las condiciones personales de quienes tienen a su cargo para actuar con empatía (y a veces, también, para usar a su favor cierta información). Las relaciones laborales en ese tipo de ambientes están bastante establecidas: se realiza un trabajo, se recibe una paga. Aunque la teoría del liderazgo establezca también estrategias de motivación, fidelización y búsqueda del compromiso para garantizar un mejor rendimiento del personal.

Hay ocasiones en que las personas establecen mejores relaciones en los trabajos que en los ambientes privados. La historia de los obreros y las empleadas domésticas, por ejemplo, está plagada de situaciones de maltrato, abuso y abandono sistemático, incluso desde la concepción. Es fácil, entonces, confundir el respeto y la consideración con el afecto. Si a esto se añade que las empleadas pueden ver que la riqueza material no es una garantía para ahuyentar a la desdicha (la similitud entre Sofía y Cleo), aflora de inmediato la empatía. Pero no, no es (solo) cuestión de afectos (que pueden existir, por supuesto), son relaciones laborales. Por tanto, estamos hablando de derechos. Sin olvidar, además, de que hemos oído tantas historias (familiares) de atropello a los empleados que nos hacen creer que el buen trato y el respeto a los derechos humanos y laborales, el pago de haberes y el cumplimiento de responsabilidades, es algo extraordinario cuando -simplemente- es algo normal, y asumirlos no nos hace buenos ni justos, solo estamos haciendo lo que se debe hacer: cumplir con la Ley.

Toda la retórica camuflada en el buenismo, se erosiona en tiempos de pandemia. Sobre todo cuando comienzan a surgir preguntas sobre cómo bajarles el sueldo a las empleadas, disminuir su carga horaria, diferir el pago de décimos o descontar este tiempo de ausencia de sus vacaciones. Muchas han tenido que seguir trabajando y romper el confinamiento. A los patronos solo les ha preocupado que no vayan a llevar el virus, porque como ellas vienen en bus, pueden resultar contagiados. ¡No que eran como de la familia!

Las Rositas y las Cleos son las que ven a sus vecinos morir por la enfermedad o el hambre. A las que, en estos momentos, les llegan las donaciones. Y ahí están nuevamente los filántropos vanagloriándose de su bondad. (¡Cuánto se ha celebrado la donación de una máquina para detectar el virus a Galápagos! No a Guayaquil que es la ciudad que más lo necesita. ¿Hace falta decir que quien lo hace tiene negocios turísticos en las islas? El buenismo también se hace propaganda).

Es cierto que, en un Estado que ha acabado con la salud pública y reducido el presupuesto para lo social, que ha privilegiado el pago de la deuda externa en lugar de atender la emergencia sanitaria, no queda más alternativa que la ayuda humanitaria. Pero esta esconde problemas estructurales que no se resuelven con la caridad. No se trata solo de paliar el hambre, es importante responsabilizar al Estado de la protección a los ciudadanos y a sus derechos. ¿O acaso no queremos que a la Rosita -que es como de la familia- le vaya igual de bien que a nosotros? ¿Estamos dispuestos a transformar los privilegios en justicia y equidad? ¿O solo nos interesa limpiar nuestra consciencia a golpe de caridad?

Lynne Twist es una filántropa que creó The Pachamama Alliance. Ha trabajado en varios países para luchar contra el hambre, la desigualdad y la sostenibilidad ambiental. Su labor incluye la implementación de proyectos con la comunidad achuar, en Ecuador. Lynne no acepta donaciones de cualquiera: para ella está claro que el dinero tiene la energía de quien lo produce. Ha devuelto cheques de sumas importantes cuando quien los firma solo quiere limpiar su imagen o incluir el gesto en su campaña de relaciones públicas. No acepta donativos de empresarios que no cumplen con sus obligaciones o cuyas empresas tienen maquilas explotadoras o plantaciones que acaban con el medio ambiente (imposible que Lynne reciba, por ejemplo, canastas de alimentos con aceite de palma). Ella sabe, como los políticos, que al recibir el financiamiento de ciertos grupos empresariales se establecen ataduras difíciles de cortar. Lynne, que lucha contra el hambre, no entrega donativos, multiplica el dinero que recibe: crea sistemas de trabajo, financia proyectos. No da el pescado, enseña a pescar. Y su fundación brinda también apoyo legal para proteger los derechos ambientales, sociales, laborales de poblaciones vulnerables.

La ayuda humanitaria en tiempos de crisis está bien, pero es mucho mejor preguntarse por el mañana: por la creación de fuentes de empleo, el diseño de políticas públicas, la definición de medidas económicas y tributarias que no beneficien exclusivamente a quienes más tienen. Y aquí entran también los pequeños negocios, los trabajadores independientes de todos los sectores, los que están preocupados por flotar económicamente después de la crisis. Todos piensan en soluciones individuales en lugar de una organización colectiva que presione al Estado en la creación de beneficios para los más afectados. Lo que vivimos, más allá de lo azaroso, es una consecuencia de la acción política y su destrucción de los servicios públicos.

Hay que tener coherencia y saber identificar la verdadera causa de la realidad en la que vivimos. Y actuar en consecuencia. Si no, vamos a defender la entrega de ataúdes de cartón como si fuese una salida digna en un momento de tanto dolor. Son las Rositas y sus verdaderos familiares los que han tenido que abandonar los cuerpos de sus seres queridos en las esquinas, desesperarse por ayuda que no llega, resignarse a la posibilidad de una fosa común o aceptar una caja de cartón para enterrar a sus afectos. Hay quien dijo que si fuese su propio cadáver, no le iba a importar ser enterrado en un ataúd de cartón, que le quería quitar ese peso a su familia. Seguro muchos podemos decir lo mismo. Pero cuando la ecuación es al revés, todo cambia: ¿Te gustaría buscar el cuerpo de tu hijo entre cientos de fundas sin nombre? ¿Cómo quisieras enterrar al que amas? ¿Puedes vivir sin saber dónde está enterrado tu padre? ¿O con quién, si su cuerpo fue depositado en una fosa común? Argentinos, chilenos o guatemaltecos pueden sentir el absoluto desgarro con solo oír que esa sea una opción posible, una alternativa que revive el horror de las dictaduras sangrientas de la región. ¡Nos falta memoria!

Las Rositas de la ayuda humanitaria, de los ataúdes de cartón, de la ausencia de políticas públicas no son de la familia (ni siquiera retóricamente) cuando defendemos que sigan siendo relegadas, maltratadas, humilladas, cuando dejamos que reciban del Estado y la sociedad la misma indiferencia en su vida como en su muerte.

Por Editor