Una sutil y mañosa reforma al Código de Derecho Canónico, promovida por Juan Pablo II, produjo una avalancha de “anulaciones matrimoniales”. Wojtyla no podía permitir perder a sus fieles a causa del fracaso de sus matrimonios. Tenía que imponer la doctrina de que el matrimonio católico es indisoluble y el único válido ante los ojos de Dios (su Dios, claro). Los divorcios estuvieron tal vez en esa época en un 30%. Hoy estarían en el 50%. Hasta el momento la Iglesia no se percata que, antes de que los separe la muerte, los puede separar la vida. El matrimonio es soluble. En esencia, la reforma, que caía en una petición de principio, en una falacia inaceptable y contradictoria, daba un giro forzado y absurdo a la causal de la “falta de consentimiento”, como por ejemplo casarse con una gemela exacta a la novia, alteración demencial profunda, desconocer absolutamente qué es un matrimonio, miedos y amenazas irresistibles, etcétera, que, por otro lado, tienen que ser fehacientemente probados ante el tribunal, hasta el punto que no dejen duda alguna sobre la nulidad.
Existe además la figura del llamado “abogado del diablo” que defiende ardorosamente el vínculo. El fraude consiste en presuponer que la persona no estaba preparada ni madura emocionalmente para contraer matrimonio y asumir lo que significa una vida en común. Este embuste equivale a que un joven de 30 años o un adulto de 50 podían no estar suficientemente maduros para casarse, ¡a finales del siglo XX! La falacia consistía en considerar que, si el matrimonio indisoluble instituido por Dios (?), no podía fracasar jamás, y, si de hecho eso sucedía, había que buscar una causal de origen (la inmadurez), causal que muchas veces recaía en el hombre a pedido de la mujer que, por fanatismo religioso o por razones familiares y sociales, aspiraba a una unión “válida”. ¿Qué significa ser “maduro”? ¿En qué momento de la vida podemos jactarnos de nuestra “madurez”?
Una vida o un matrimonio son una construcción permanente. Anular el matrimonio inclusive por “falta de consumación” puede ser discutible, porque el primer contacto sexual (ahora generalmente antes del matrimonio) es únicamente el inicio, con mucho de genital y placentero, de lo que en el futuro se podría convertir (y los casos son una minoría) en una forma de unión total, en un acto casi místico que requiere suficiente tiempo de vida en común, suerte y, sobre todo, “química” en el correcto sentido del término. Los célibes no pueden estar al tanto de estos asuntos tan terrenales y carnales.
Una de las primeras anulaciones célebres, con las reformas de Juan Pablo II, fue la de Carolina de Mónaco. A las anulaciones acceden personas de prestigio y dinero y los procesos son mantenidos en secreto. En Guayaquil, bajo la tutela de un obispo de la Opus Dei, las anulaciones llovían, y los beneficiados eran gente encopetada o hijos de dirigentes de la derecha. Inclusive una periodista de un diario de esa ciudad se refirió al tema. En Quito eran hijos de miembros del Partido Conservador. En Colombia y en Chile, donde no había divorcio, las anulaciones no paraban. El afán de muchos católicos empedernidos es (o era felizmente) que la hija se case de blanco, libre de polvo y paja y así ganar el cielo. (Me consta que a un casado civilmente por cuarenta años le preguntaron, luego de que murió la primera mujer, si se iba a casar como Dios manda. Él contesto que no, que ya está casado y es muy feliz).
La arremetida dirigida por Juan Pablo II sirvió para que el teólogo Richard McBrien, decano de la Facultad de Teología de la Universidad de Notre Dame, en un artículo publicado en diarios en EE.UU., en el año 1991, denuncie un “prolongado golpe de estado” contra las reformas introducidas por Juan XXIII a través del Concilio Vaticano II: Teología de la Liberación, libertad religiosa, apoyo a los movimientos de mujeres, descentralización de la iglesia. McBrien vio en Juan XXIII un líder que buscaba el “glasnost” y la “perestroika” dentro de la Iglesia que fueron destruidas por Juan Pablo II a quien —esa es la paradoja— se le atribuye haber contribuido al fin de la URSS, cuando él hacía lo mismo dentro de la Iglesia al volver al autoritarismo. La Iglesia Católica ha sido un estado típicamente totalitario y absorbente, el único en Europa. Roncalli fue el Gorbachov; Wojtyla lo contrario. Es conocido que Juan Pablo II dispuso archivar todas las solicitudes de sacerdotes disidentes que buscaban dispensas para contraer matrimonio. (No son entendibles estas situaciones: en vez de recurrir a Roma y esperar años, deben ir al Registro Civil —muy moderno y eficiente— y casarse en media hora con tres testigos).
A comienzos de los setenta, M. West (ex religioso y católico) y R. Francis (anglicano) publicaron Escándalo en la asamblea, obra que desnuda la realidad del “matrimonio católico”, desde el punto de vista histórico y humano. En 1917 Benedicto XV promulgó el Código de Derecho Canónico, aunque los orígenes en esta materia están en el Concilio de Trento, en el siglo XVI, convocado para oponerse a la reforma protestante. En 1959 Juan XXIII propuso una reforma al mismo. Pero, dentro de la Iglesia todo avanza “a paso de vencedores” y normalmente llegan atrasados… Aunque hubo cardenales que sostuvieron que no cabe que existan discrepancias entre lo jurídico y la conciencia individual y que estas materias deben ser tratadas en el plano de los derechos humanos, las cosas siguen básicamente iguales: “la ley hecha por el hombre es la ley de Dios”. Se lee en la obra: “muchos teólogos (y cardenales) llevan cicatrices por las luchas contra los sabuesos del Santo Oficio”.
La idea de la indisolubilidad ha llevado en la práctica a situaciones que podrían ser cómicas o estúpidas si no conllevaran dolor, sufrimiento e injusticia. Parejas unidas civilmente por años, resuelven al fin casarse por la Santa Madre Iglesia justamente cuando uno de ellos ha contraído una enfermedad de largo tratamiento o un evento cerebral de lenta recuperación. No tienen durante meses relaciones sexuales y, entretanto, él o ella deciden romper el matrimonio y casarse con otra persona. La Santa Madre, Católica, Apostólica y Romana, en virtud del Código de Derecho Canónico, ¡anula el matrimonio por “falta de consumación”! Primero es el vínculo, después la persona. ¡No obstante, los hijos comunes de matrimonios inexistentes sí se consideran “legítimos”!