Hace unos meses en una comida familiar alguien, horrorizado, hablaba del aumento de violaciones en masa. Su desconcierto lo acompañó de una exclamación nada original: “¿qué pasa, están todos locos?” No, no están locos. No, no ha aumentado el número de casos. Pasa, que ahora hablamos del tema y lo denunciamos. Pasa, que ya no se oculta. Pasa, que hemos decidido no callar. Eso pasa. Que hemos dejado de guardar las espaldas de los hombres, incluidos los miembros de la familia, y ahora les encaramos sus crímenes.

Porque las familias, esas que se preocupan de que el Estado no les dé educación sexual a sus hijos, han actuado como cómplices y encubridoras del abuso, el acoso y el maltrato a las mujeres. Son esas familias que aceptaban sin más, que tener una empleada doméstica puertas adentro incluía la iniciación sexual de los varones de la casa o brindar favores sexuales a cualquier hombre del núcleo familiar, que se cruce por ahí. Las familias lo niegan, dicen que ellas nunca, pero no es cierto. Saben que es verdad y lo han ocultado siempre. Esas familias abrían las puertas de los cuartos de servicio y ponían el pestillo en el cuarto de sus hijas. Total, las que limpiaban la casa eran hijas de otras. Y las hijas de otras nunca importaron.

Estas familias saben del abuelo, primo, tío o sobrino que manosea a las niñas, pero lo máximo que logran hacer es proteger a la hija propia. Y, a veces, ni eso porque se preguntan, torpemente, si será verdad, o porque no quieren ofender a nadie alejando a su niña de la cercanía del pederasta conocido, y prefieren mirar a otro lado. Saben de los hijos no reconocidos engendrados -¡cómo no!- en los vientres de las empleadas (así ha sido desde tiempos de la hacienda). Saben de los paseos orgiásticos de los adolescentes, pero prefieren repetir como salmo: mi hijo, no; mi hijo nunca. Sí, su hijo también. Hay que quitarse la ceguera.

Así crecimos, en medio de la amenaza y la ingenuidad que establece el silencio. Esas familias pensaban que a sus hijas nunca. Pero ahora nos hemos dado la vuelta para decirles que a nosotras también, para contarles lo que no quieren oír, para que asuman y se hagan cargo porque lo permitieron, lo alentaron y lo ocultaron. Porque se engañaron pensando que era una cuestión de clase, que había mujeres desecho que podían ser usadas y tiradas, y otras mujeres a las que nadie haría daño. Pero los depredadores están ahí y ahora nosotras les decimos que nos tocó nuestra parte y que el culpable de todo ha sido su silencio y su complicidad.

Y mientras escribo, me acuerdo de Irma, la tía del violador de la niña Fátima en México, que lo entregó a la policía. Pero también de la valentía de mi amiga L. que, con más de 30 años, alentada por el testimonio de alguien cercano, les contó a sus padres del primo aquel… y su voz se hizo eco, porque más mujeres de su familia hablaron. Y fueron muchas. O de F., mi compañera de la universidad, que fue obligada por su novio veinte años mayor, a tener relaciones sexuales, porque su mamá había autorizado la relación, y eso le daba a él derecho a hacer con el cuerpo de mi amiga lo que se le antojara. Y pienso en C. que recibió en su piel de niña el esperma del tío cuya historia todos conocían, pero prefirieron ocultar. En I. violada sistemáticamente por su papá, un empresario reconocido. En los juegos sexuales de los niñitos de la familia de B., de los cuales terminaron todos violados por el primo mayor, que a su vez fue abusado por otro miembro de la familia. Sé de tantas historias donde aquella que se atrevió a hablar, a correr el velo, es la oveja negra, la que se aparta del rebaño, la que no protege y cuida el nido familiar. A esa no le perdonan que haya roto el cordón, que les haya puesto el espejo que muestra sus mentiras. A esa, muchas veces, le han contestado con el manido ¡algo habrás hecho! Esa es la bruja que no han podido quemar, la loca, la problemática, la conflictiva.

Y de esto estamos hechos: de miles de historias, de miles de silencios familiares que nos han minado y destruido. Estamos rotas nosotras, pero rotos también ustedes y ellos. Lo que ahora necesitamos, con urgencia, es dejar de callar, desenmascararnos, dejar de cubrir y proteger a quienes no lo merecen, porque el peligro no está afuera, como tantos creen, está bajo nuestro propio techo. Y, a veces, quizás, duerme al lado nuestro.

Por Editor