Chile no es el mismo país desde el 18 de octubre de 2019. La salida masiva de ciudadanos a las calles puso en la superficie un enojo contenido. No se trató solo de la resistencia a una medida en particular como el entonces aumento del pasaje de metro, sino de una rebelión que puso en discusión el perfil estructural del Estado. Educación, salud, transporte, jubilaciones y pensiones, y la misma Constitución puestas en el debate público de un momento para otro. Si bien cada una viene articulando demandas en diferentes espacios organizados de la sociedad civil, la novedad es que el sistema político se vio obligado a mirar y actuar en consecuencia. Esa profunda interpelación cayó primero sobre Sebastián Piñera, pero es un mensaje para el conjunto de los actores políticos, tanto de derecha como de izquierda.

La pandemia puso en pausa esa dinámica de manifestaciones pero las deudas pendientes siguieron arriba de la mesa. Además, agudizó la desigualdad presente entre los reclamos de los indignados de octubre y expuso a un gobierno que no destinó los recursos necesarios en los sectores más vulnerables. En los hechos, el gobierno de Piñera está de salida ya sea porque transita su último año de gobierno o porque no pudo imponer ninguna agenda propia. En lo que le queda de gestión deberá decidir cómo quiere que la historia lo recuerde: como el presidente que permitió el comienzo del debate de una nueva Constitución, a pesar de haber reprimido de manera brutal el origen del cambio en curso, o como el defensor de un sistema que agoniza.

Por lo pronto, la aprobación del retiro del 10 por ciento de las AFP (sistema de capitalización privada similar a las AFJP que operó en Argentina en la década el 90 hasta su estatización en 2008), significó una dura derrota para el gobierno chileno pero un pequeño gran paso para un camino de profundas reformas. El caso de las AFP es un ejemplo notable de un modelo que garantiza enormes ganancias para un puñado de factores de poder en detrimento de la mayoría de la población.

Las Administradores de Fondos de Pensión son un sistema privado que se define a sí mismo como entidades con fines de lucro y fueron creadas durante la dictadura de Augusto Pinochet. Invierten miles de millones de dólares en un puñado de empresas pertenecientes al grupo económico Luksic, un consorcio que controla una importante cantidad de empresas que van desde la minería hasta las telecomunicaciones y la industria. Los trabajadores formales con contrato reciben descuentos del 10,75 por ciento de su salario mensualmente que va a una “alcancía” personal que luego se capitaliza, es decir, se somete a la especulación financiera, se invierte y reproduce con el objetivo de que los hombres de 65 y las mujeres de 60 programen su jubilación en función de su esperanza de vida.

Según un informe del Centro de Investigación Periodística (Ciper) del 2017, el 91,4% de los pensionados pagados por las AFP en la modalidad “retiro programado” recibió menos de $159.369 mientras que los dueños de las empresas administradoras obtienen ganancias siderales. El monto que administran es enorme: tres compañías de seguro estadounidenses (Metlife, Prudential y Financial) controlan el 73,2% de esos activos: US$136.328 millones, algo así como el 54% del PIB de Chile. Los financistas de este negocio son los jubilados, pensionados y discapacitados con el dinero que depositan para jubilarse. Esta verdadera estafa es una de las tantas injusticias que los chilenos se propusieron cambiar con las protestas de octubre y merece ser tomada como agenda del sistema político e incluida en una nueva Constitución.

Por qué hay que cambiar la Constitución? 
En primer lugar porque fue escrita en 1980 por un régimen militar, tiene ilegitimidad de origen, no contó con un debate plural ni mecanismos democráticos de discusión y no propone ningún beneficio en materia de derechos. Para la Doctora en Ciencias Políticas y académica del Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile, María Cristina Escudero,“la actual Constitución es responsable de la imposibilidad de avanzar en la dirección de una sociedad más justa y equitativa. Hace una deficiente protección de los derechos económicos, sociales y culturales y no es neutra en el modelo de desarrollo que propone”. “El establecimiento de un estado subsidiario y la interpretación que se ha hecho de su alcance, no permite hacer un debate en torno a otro rol del estado, por ejemplo, uno más parecido al de la mayoría de los países de la OCDE”, agrega.

Escudero señala que “el diseño institucional que contempla, ha impedido que las mayorías queden reflejadas en las políticas públicas y a la larga ha desprestigiado al sistema político en su conjunto. No es suficiente reformarla, en los hechos la Constitución ha sido muy reformada y esto ya no es suficiente”. Es importante destacar que el agotamiento del modelo económico, legal y social chileno no necesariamente tiene garantizada una victoria electoral de las fuerzas progresistas. A contramano del deseo de cambio de la población, el escenario político del 2021 se presenta incierto por el grado de atomización de los diferentes espacios que podría canalizar la rabia de octubre.

Con encuestas que aún dicen poco, los nombres en danza son Daniel Jadue, alcalde de Recoleta y dirigente del Partido Comunista que cuenta con una buena gestión pero carga con la etiqueta del PC que podría significarle un techo. El fundador del Partido Progresista, Marco Enrique Ominami, gravita en el universo de la centroizquierda como alquimista de la unidad y a juzgar por su alianza con el PC, se especula que apoye a Jaude.

“Aprendió tarde el muchacho”, dicen en reserva dirigentes que están en misión de forjar pactos. Por otro lado, está la referente y excandidata del Frente Amplio, Beatriz Sánchez, que estuvo cerca del entrar a la segunda vuelta en 2017 al lograr el 20 por ciento de los votos, pero perdió gravitación en este último tiempo y su espacio sufre algunas tensiones internas.

Tomado de El Canciller


Por Editor